Viernes 5 de Febrero, mediodía. Voy calentando poco a poco en mi rumbo habitual hacia la ría, asumiendo que será un entreno largo, con poca gente y sol. Mientras la temperatura corporal asciende lentamente decido incrementar el ritmo hasta conseguir una velocidad de crucero que me permita aguantar muchos kilómetros.
Poco a poco mi mente comienza a divagar entre recuerdos pasados y pensamientos futuros. Un momento de soledad que todo el mundo se permite al menos un rato en el día. Las cosas marchan, el ritmo es interesante, la cabeza está despejada, mi cuerpo me responde.
Veo a la gente pasear tranquila, sin ruidos, como si Bilbao enmudeciera ante la calma que nos ofrece el día. El sonido de mis zapatillas vacila al canto de los pájaros y al leve susurro de la orilla. Algún ciclista se suma a la fiesta de los sonidos repentinos. Pero todo es tenue y brillante.
Comienza el ascenso a Zorroza, la fábrica rompe bruscamente con mi letargo. Avisándome quizá de que no debo perder la guardia. Una mirada al reloj, un giro de cabeza. Todo sigue en armonioso orden. Llego al pueblo, unas obras impiden que avance con seguridad. Titubeo. Encuentro un atajo. Ya estoy en la acera, rumbo a Basurto. Todo vuelve a la normalidad, a la extraña normalidad.
De vuelta en la ciudad, los sonidos de Bilbao me comunican que he vuelto al mundo real. ¡Despierta! me dice. Hay que estar atento. bilbao es la ciudad de los semáforos, de los pasos de cebra, de los coche locos que llegan a tarde a ningún sitio. Decido bajar por el estadio de fútbol. "La Catedral" permance impasible al alboroto.
Vuelvo a bajar a la ría, por Euskalduna. Vuelve la tranquilidad, pero ya no pienso en el futuro ni recuerdo momentos pasados. Intento terminar el entreno y tomarme un leve descanso antes de subir a mi casa. Unos estiramientos saboreando el dulce momento que precede una tarde hermosa.
En total 14,3 km. Entrenar así es un placer.
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